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Palabrería

Si hay algo que tienen en común los habitantes de la infancia, además del juego, es su fascinación por las palabras… pero no cualquier palabra, sino aquellas encantadas, las que abren puertas para relatos de otros tiempos, que nos hacen reír y afinar el ingenio, y nos seducen con su musicalidad.

Los cuentos de la tradición oral, de pícaros y de espantos y aparecidos, ejercen un enorme poder de atracción: envuelven al auditorio que escucha con atención las peripecias de sus protagonistas.

Son vitales para conectar con un rico patrimonio de relatos que nos hablan de la astucia de algunos personajes y del miedo que causan otros, si se tiene el infortunio de encontrarlos.

Para poner a prueba la agudeza siempre hay adivinanzas que sorprenden, a ver quién logra dar en el clavo o acercarse a la respuesta. Si se trata de acumular palabras y crear historias de ida y vuelta, no hay mejor opción que las retahílas.

Y cuando llega el turno de enredar la lengua, el mejor ejercicio es repetir muy rápido un trabalenguas, que siempre desafía incluso a los más diestros. Las palabras son espléndidas, y se mueven, salpican, rebotan, se parten, se estiran, se repiten o se calman para una pausa.

Con ellas se construyen fórmulas que acompañan los juegos: De tín marín de do pingüé, cúcara mácara títere fue… Y también con ellas abrazamos el sinsentido que nos reta a pronunciar: supercalifragilísticoespialidoso… Con ellas abrimos esa puerta oculta al país de los cuentos cada vez que decimos: Había una vez

Disfrutemos juntos esta «Palabrería» que hemos preparado. Es un lugar para aprender, jugar y practicar de muchas formas con las palabras y sus mágicas posibilidades.

Había una vez... ¡un relato!

Conozcamos tres historias con distintos escenarios y ocurrentes protagonistas.

Las vacas de Tío Conejo

RELATO TRADICIONAL
Tío Conejo estaba muy tranquilo recostado en una piedra. Sin darse cuenta, llegó silenciosamente Tío Tigre por detrás y…
–¡Hola Tío Conejo! –le dijo. ¡Al fin te he atrapado! ¡Voy a devorarte!
Tío Conejo abrió sus grandes ojos cuando vio que era Tío Tigre:
– Pues usted sabrá. Yo tengo muy poca carne y soy muy flaquito.
Y viendo unas enormes piedras que sobresalían en lo más alto de la colina, le dijo:
– Allá arriba tengo unas vacas muy gordas y le puedo regalar una.
Tío Tigre se quedó pensativo y le dijo a Tío Conejo:
– Está bien. Si me da una vaca gordita le perdono la vida.
Tío Conejo se puso muy contento y le dijo:
– Cómo no, Tío Tigre.
Y se fue corriendo cerro arriba. Cuando llegó, le gritó:
– ¡Abra bien los brazos, Tío Tigre, que estoy arreando una novilla muy gorda para que baje!
Tío Tigre abrió los brazos y se puso a esperar a su novilla. Tío Conejo se armó de todas sus fuerzas y empujó la piedra más grande de la cima, que cayó cerro abajo rodando a toda velocidad.
Tío Tigre, que sólo pensaba en el banquete que se iba a dar, no se fijó en la piedra y se dispuso a cogerla creyendo que era la novilla. En segundos, la piedra cayó encima al pobre Tío Tigre y lo dejó aplastado como una cachapa de jojoto.
Tío Conejo aprovechó el momento para huir nuevamente de su feroz enemigo y se perdió dando saltitos alegremente.

Las vacas de Tío Conejo

CUENTO TRADICIONAL
Tío Conejo estaba muy tranquilo recostado en una piedra. Sin darse cuenta, llegó silenciosamente Tío Tigre por detrás y…
–¡Hola Tío Conejo! –le dijo. ¡Al fin te he atrapado! ¡Voy a devorarte!
Tío Conejo abrió sus grandes ojos cuando vio que era Tío Tigre:
– Pues usted sabrá. Yo tengo muy poca carne y soy muy flaquito.
Y viendo unas enormes piedras que sobresalían en lo más alto de la colina, le dijo:
– Allá arriba tengo unas vacas muy gordas y le puedo regalar una.
Tío Tigre se quedó pensativo y le dijo a Tío Conejo:
– Está bien. Si me da una vaca gordita le perdono la vida.
Tío Conejo se puso muy contento y le dijo:
– Cómo no, Tío Tigre.
Y se fue corriendo cerro arriba. Cuando llegó, le gritó:
– ¡Abra bien los brazos, Tío Tigre, que estoy arreando una novilla muy gorda para que baje!
Tío Tigre abrió los brazos y se puso a esperar a su novilla. Tío Conejo se armó de todas sus fuerzas y empujó la piedra más grande de la cima, que cayó cerro abajo rodando a toda velocidad.
Tío Tigre, que sólo pensaba en el banquete que se iba a dar, no se fijó en la piedra y se dispuso a cogerla creyendo que era la novilla. En segundos, la piedra cayó encima al pobre Tío Tigre y lo dejó aplastado como una cachapa de jojoto.
Tío Conejo aprovechó el momento para huir nuevamente de su feroz enemigo y se perdió dando saltitos alegremente.

El sapo y el fuego

MITO DE LA ETNIA WARAO
En los primeros tiempos todo el fuego estaba reunido en una enorme hoguera. Pero un día se acercó el sapo a la hoguera y comenzó a recoger el fuego con su lengua, hasta que se lo tragó todo.
Desde entonces desapareció el fuego de la tierra. No volvieron a asarse las viviendas por falta de fuego, ni a cocinarse. El pescado se ponía al sol para tostarlo y así se comía, crudo.
Después de muchos años, quiso un indio encender fuego y no le fue posible, porque el sapo lo tenía dentro de su estómago.
Salió un día de paseo por el monte y encontró un racimo maduro en una palma de cucurito.
Cogió un puñado de frutas y se las regaló al sapo.
—¡Estupendas! —exclamó el sapo al encontrarlas tan sabrosas—. ¿Dónde habrá más?
—Vente conmigo —le dijo el indio— y comerás cuantas quieras.
Al llegar a otra palmera que estaba cargada, le dijo al sapo:
—¡¡Oye!! ¡Están maduritas! Ahora sí que te vas hartar, pues te voy a echar cuantas quieras.
El sapo miró para arriba, mientras el indio cortaba el racimo; pero éste al ser cortado, cayó de golpe encima del sapo y lo despachurró allí mismo.
Al ser despachurrado el sapo, salió de su cuerpo el fuego que tenía encerrado y se propagó por los árboles del bosque.
“Desde entonces —dicen los indios— nunca ha faltado fuego en los palos”.

Este mito ha sido tomado de: Barral, Basilio. Guarao guarata: lo que cuentan los indios.

EL sapo y el fuego

MITO NATIVO
En los primeros tiempos todo el fuego estaba reunido en una enorme hoguera. Pero un día se
acercó el sapo a la hoguera y comenzó a recoger el fuego con su lengua, hasta que se lo tragó
todo.
Desde entonces desapareció el fuego de la tierra. No volvieron a asarse las viviendas por falta
de fuego, no a cocinarse. El pescado se ponía al sol para tostarlo y así se comía, crudo.
Después de muchos años, quiso un indio encender fuego y no le fue posible, porque el sapo lo
tenía dentro de su estómago.
Salió un día de paseo por el monte y encontró un racimo maduro en una palma de cucurito.
Cogió un puñado de frutas y se las regaló al sapo.
—¡Estupendas! —exclamó el sapo al encontrarlas tan sabrosas—. ¿Dónde habrá más?
—Vente conmigo —le dijo el indio— y comerás cuantas quieras.
Al llegar a otra palmera que estaba cargada, le dijo al sapo:
—¡¡Oye!! ¡Están maduritas! Ahora sí que te vas hartar, pues te voy a echar cuantas quieras.
El sapo miró para arriba, mientras el indio cortaba el racimo; pero éste al ser cortado, cayó de
golpe encima del sapo y lo despachurró allí mismo.
Al ser despachurrado el sapo, salió de su cuerpo el fuego que tenía encerrado y se propagó por
los árboles del bosque.
“Desde entonces —dicen los indios— nunca ha faltado fuego en los palos”.

Este mito ha sido tomado de: Barral, Basilio. Guarao guarata: lo que cuentan los indios.

La cucarachita Martina

CUENTO POPULAR
Ding-dong-ding-dong hacía el reloj de la Catedral de Caracas dando las seis de la mañana.
Los burros cargados de malojo, caminaban con lentitud, al compás de los palos que sesgadamente les aplicaban los isleños que los conducían; las cántaras de leche aguardaban en los umbrales de las puertas, a que se levantaran los perezosos sirvientes que dormían en los zaguanes.
Hacendosa como toda pobre, la Cucarachita Martina estaba barre que barre a la puerta de su casa.
De cuando en cuando apoyaba los codos sobre el mango de la escoba, tomaba aliento y zuás, zuás, continuaba su tarea.
De repente se detiene asombrada; de entre el intersticio de dos lajas que se afanaba en dejar limpio de todo polvo y basura sale rodando, tilín, tilín, una moneda de medio real.
Se precipita sobre la fugitiva que había llegado hasta el empedrado de la calle, se agacha sobre el borde de la acera y la recoge presa de la mayor alegría.
La pobre Cucarachita no había poseído nunca tanto dinero junto: el corazón se le saltaba por la boca.
Recuesta la escoba contra la pared y se sienta en el umbral de su casita.
Los malojeros seguían apaleando sus burros, y las cántaras de leche eran entradas al interior de las casas.
Pero la Cucarachita Martina no veía nada de esto; sumida en la más profunda reflexión, meditaba sobre el empleo que debía dar al capital que la providencia acababa de poner entre sus manos.
─Si compro conservas de coco ─decía─ se me acaba.
Y hacía un signo negativo con la cabeza.
─Si compro majarete, se me acaba ─repetía en la mayor indecisión.
─Si compro papelón, se me acaba también ─observó muy juiciosamente.
Y la Cucarachita Martina, permanecía sumida en la más profunda reflexión
Transcurridos que fueron algunos instantes, se levantó resueltamente bajo la inspiración de una idea luminosa, metió la moneda en el bolsillo del delantal, guardó en casa la escoba detrás de una puerta y subió calle arriba.
La Cucarachita subió calle arriba a pasos precipitados hasta la plaza de San Jacinto, donde Ambrosio el quincallero tiene su venta de estampas, novenas y toda clase de baratijas.
Gastó hasta el último centavo en cintas de todos colores y alegre, satisfecha, emprendió de nuevo el camino de su casa, donde le aguardaban los quehaceres domésticos.
A la caída de la tarde la Cucarachita se apresuró a terminar su comida. Lavó los platos que acomodó en la alacena, fregó las ollas, se peinó con gran esmero y se adornó con las cintas que había comprado aquella mañana. Enseguida se puso un traje a la moda, botinas Luis XV y se sentó a la ventana.
La Cucarachita Martina sentada a la ventana miraba y miraba a los elegantes que iban de paseo. Por la acera enfrente venía un pollino, de valona bien tallada, cascos recortados, orejas afeitadas, el que viera a la Cucarachita tan hermosa y bien vestida se enamoró perdidamente de ella. Dio tres relinchos y Cucarachita le sonrió.
Encantado y fuera de sí, el pollino se acercó a la ventana y le dijo:
─¡Bella Cucarachita! ¿quieres casarte conmigo?
─¿Y tú cómo haces? replicó la prudente Cucarachita.
El pollino se separó un poco de la ventana, levantó la cola, alzó la cabeza, abrió la boca y prorrumpió en un largo y estrepitoso rebuzno hi-han, hi-han.
Asustada la Cucarachita cerró la ventana y el pollino se alejó continuando desconsolado su paseo.
Poco después, bajó del alero de la casa de enfrente un gato barcino quien viendo la Cucarachita tan hermosa y bien vestida se enamoró perdidamente de ella; después de acercársele le dijo:
─Hermosa Cucarachita: ¿quieres casarte conmigo?
─¿Y tú cómo haces?, dijo aquella ya desconfiada.
El barcino arqueó el lomo, erizó el pelo, sacó las uñas y por tres veces hizo fú-fú-fú
─Usted me asusta, dijo la cucarachita cerrando con precipitación la ventana, a la que volvió a sentarse tan luego como el gato se fue aullando por los tejados.
Distraída la Cucarachita no había visto cruzar la esquina a Ratón Pérez que, varita en mano y muy emperejilado, se contoneaba por la acera. Traía pantalón de cuadros, paltó cruzado con flor en el ojal, sombrero de seda y puestos sus lentes de arillos de oro, no despegaba la vista de la Cucarachita de quien, al verla tan hermosa y bien vestida, se había enamorado perdidamente.
Después de saludarla con fina cortesía a que ella correspondió con sonrisa afable, se acercó y le dijo:
─¿Y tú cómo haces?, dijo esta entre el temor y la esperanza. Ratón Pérez abrió la boca dejando ver dos hileras de dientes blancos como los granos de una lechosa jojota; luego con mucha suavidad hizo por tres veces: cui-cui-cui.
En el colmo de la alegría la Cucarachita le dijo:
─Ratón Pérez, contigo sí, me caso yo.
Gracias a las influencias de Ratón Pérez con el gobernador del distrito, se consiguieron las dispensas y el matrimonio pudo fijarse para dentro de corto tiempo a pesar de que los novios eran primos.
El sábado de la semana siguiente la casa de la boda se hallaba por la noche muy iluminada, la ventana estaba abierta, la sala había sido empetatada y sobre las mesas se veían briseras con velas de estearina y floreros con ramilletes.
A poco llegaron varios coches que se detuvieron a la puerta. Del primero bajó la Cucarachita Martina con corona de azahares, traje blanco y zapatos de raso del mismo color, seguida de Ratón Pérez vestido de casaca y guantes.
La boda se celebró con lujo pues el novio era acomodado. Hubo un espléndido banquete al que sucedió un rumboso baile que duró hasta las dos de la madrugada.
La felicidad no hizo olvidar a la recién casada sus antiguas costumbres piadosas, así que, al siguiente día, la Cucarachita Martina se hallaba de pie muy temprano, limpió la casa, puso al fuego la olla del hervido y con la gorra puesta y el rosario en la mano entró al cuatro de Ratón Pérez que en bata y chinelas se hallaba sentado delante del escritorio.
─Ratón Pérez, le dijo: voy a misa, porque es domingo, te recomiendo mucho tengas cuidado de la casa.
Por de prisa que anduvo la Cucarachita, llegó a la iglesia de la Merced cuando ya la misa estaba terminada y tuvo que acudir a otros templos lo que la hizo permanecer fuera de la casa hasta ya pasadas las once de la mañana.
Entre tanto, Ratón Pérez se impacientaba por no ver llegar a su esposa. Sintió hambre y se fue a registrar en la cocina por ver si encontraba algún pedazo de queso. Sus pesquisas habían sido inútiles, cuando alcanzó a ver la olla del hervido.
Imprudente, se subió sobre una cafetera que había al lado, levantó la tapa de aquella y asomó la cabeza por entre el torbellino de vapor que desprendía.
Hacía esfuerzos por distinguir algo ya cocido con qué satisfacer su apetito, cuando le dio un vahído; exhaló un grito y cayó dentro del caldo hirviente.
Cuando la Cucarachita volvió de la iglesia buscó a Ratón Pérez por toda la casa y no hallándolo fue al vecindario preguntando si lo habían visto salir.
Nadie había visto salir a Ratón Pérez y la Cucarachita Martina comenzaba a inquietarse vivamente.
A tanto dar vueltas se asomó como por inadvertencia a la olla y encontró a su marido, muerto sobre una hoja de repollo, entre un pedazo de auyama y otro de ñame.
La pobre viuda daba gritos de desesperación, se mesaba los cabellos y decía llorando, lo que no ha cesado de repetir:
Ratón Pérez cayó en la olla
Y la Cucarachita Martina
Lo siente y lo llora.

Esta historia original fue escrita en el año 1880 por el venezolano Vicente Marcano.

La cucarachita Martina

FÁBULA POPULAR
Ding-dong-ding-dong hacía el reloj de la Catedral de Caracas dando las seis de la mañana.
Los burros cargados de malojo, caminaban con lentitud, al compás de los palos que sesgadamente les aplicaban los isleños que los conducían; las cántaras de leche aguardaban en los umbrales de las puertas, a que se levantaran los perezosos sirvientes que dormían en los zaguanes.
Hacendosa como toda pobre, la Cucarachita Martina estaba barre que barre a la puerta de su casa. De cuando en cuando apoyaba los codos sobre el mango de la escoba, tomaba aliento y zuás, zuás, continuaba su tarea.
De repente se detiene asombrada; de entre el intersticio de dos lajas que se afanaba en dejar limpio de todo polvo y basura sale rodando, tilín, tilín, una moneda de medio real.
Se precipita sobre la fugitiva que había llegado hasta el empedrado de la calle, se agacha sobre el borde de la acera y la recoge presa de la mayor alegría.
La pobre Cucarachita no había poseído nunca tanto dinero junto: el corazón se le saltaba por la boca.
Recuesta la escoba contra la pared y se sienta en el umbral de su casita.
Los malojeros seguían apaleando sus burros, y las cántaras de leche eran entradas al interior de las casas.
Pero la Cucarachita Martina no veía nada de esto; sumida en la más profunda reflexión, meditaba sobre el empleo que debía dar al capital que la providencia acababa de poner entre sus manos.
─Si compro conservas de coco ─decía─ se me acaba.
Y hacía un signo negativo con la cabeza.
─Si compro majarete, se me acaba ─repetía en la mayor indecisión.
─Si compro papelón, se me acaba también ─observó muy juiciosamente.
Y la Cucarachita Martina, permanecía sumida en la más profunda reflexión
Transcurridos que fueron algunos instantes, se levantó resueltamente bajo la inspiración de una idea luminosa, metió la moneda en el bolsillo del delantal, guardó en casa la escoba detrás de una puerta y subió calle arriba.
La Cucarachita subió calle arriba a pasos precipitados hasta la plaza de San Jacinto, donde Ambrosio el quincallero tiene su venta de estampas, novenas y toda clase de baratijas.
Gastó hasta el último centavo en cintas de todos colores y alegre, satisfecha, emprendió de nuevo el camino de su casa, donde le aguardaban los quehaceres domésticos.
A la caida de la tarde la Cucarachita se apresuró a terminar su comida. Lavó los platos que acomodó en la alacena, fregó las ollas, se peinó con gran esmero y se adornó con las cintas que había comprado aquella mañana. Enseguida se puso un traje a la moda, botinas Luis XV y se sentó a la ventana.
La Cucarachita Martina sentada a la ventana miraba y miraba a los elegantes que iban de paseo. Por la acera enfrente venía un pollino, de valona bien tallada, cascos recortados, orejas afeitadas, el que viera a la Cucarachita tan hermosa y bien vestida se enamoró perdidamente de ella. Dio tres relinchos y Cucarachita le sonrió.
Encantado y fuera de sí, el pollino se acercó a la ventana y le dijo:
─¡Bella Cucarachita! ¿quieres casarte conmigo?
─¿Y tú cómo haces? replicó la prudente Cucarachita.
El pollino se separó un poco de la ventana, levantó la cola, alzó la cabeza, abrió la boca y prorrumpió en un largo y estrepitoso rebuzno hi-han, hi-han.
Asustada la Cucarachita cerró la ventana y el pollino se alejó continuando desconsolado su paseo.
Poco después, bajó del alero de la casa de enfrente un gato barcino quien viendo la Cucarachita tan hermosa y bien vestida se enamoró perdidamente de ella; después de acercársele le dijo:
─Hermosa Cucarachita: ¿quieres casarte conmigo?
─¿Y tú cómo haces?, dijo aquella ya desconfiada.
El barcino arqueó el lomo, erizó el pelo, sacó las uñas y por tres veces hizo fú-fú-fú
─Usted me asusta, dijo la cucarachita cerrando con precipitación la ventana, a la que volvió a sentarse tan luego como el gato se fue aullando por los tejados.
Distraída la Cucarachita no había visto cruzar la esquina a Ratón Pérez que, varita en mano y muy emperejilado, se contoneaba por la acera. Traía pantalón de cuadros, paltó cruzado con flor en el ojal, sombrero de seda y puestos sus lentes de arillos de oro, no despegaba la vista de la Cucarachita de quien, al verla tan hermosa y bien vestida, se había enamorado perdidamente.
Después de saludarla con fina cortesía a que ella correspondió con sonrisa afable, se acercó y le dijo:
─¿Y tú cómo haces?, dijo esta entre el temor y la esperanza. Ratón Pérez abrió la boca dejando ver dos hileras de dientes blancos como los granos de una lechosa jojota; luego con mucha suavidad hizo por tres veces: cui-cui-cui.
En el colmo de la alegría la Cucarachita le dijo:
─Ratón Pérez, contigo sí, me caso yo.
Gracias a las influencias de Ratón Pérez con el gobernador del distrito, se consiguieron las dispensas y el matrimonio pudo fijarse para dentro de corto tiempo a pesar de que los novios eran primos.
El sábado de la semana siguiente la casa de la boda se hallaba por la noche muy iluminada, la ventana estaba abierta, la sala había sido empetatada y sobre las mesas se veían briseras con velas de estearina y floreros con ramilletes.
A poco llegaron varios coches que se detuvieron a la puerta. Del primero bajó la Cucarachita Martina con corona de azahares, traje blanco y zapatos de raso del mismo color, seguida de Ratón Pérez vestido de casaca y guantes.
La boda se celebró con lujo pues el novio era acomodado. Hubo un espléndido banquete al que sucedió un rumboso baile que duró hasta las dos de la madrugada.
La felicidad no hizo olvidar a la recién casada sus antiguas costumbres piadosas, así que, al siguiente día, la Cucarachita Martina se hallaba de pie muy temprano, limpió la casa, puso al fuego la olla del hervido y con la gorra puesta y el rosario en la mano entró al cuatro de Ratón Pérez que en bata y chinelas se hallaba sentado delante del escritorio.
─Ratón Pérez, le dijo: voy a misa, porque es domingo, te recomiendo mucho tengas cuidado de la casa.
Por de prisa que anduvo la Cucarachita, llegó a la iglesia de la Merced cuando ya la misa estaba terminada y tuvo que acudir a otros templos lo que la hizo permanecer fuera de la casa hasta ya pasadas las once de la mañana.
Entre tanto, Ratón Pérez se impacientaba por no ver llegar a su esposa. Sintió hambre y se fue a registrar en la cocina por ver si encontraba algún pedazo de queso. Sus pesquisas habían sido inútiles, cuando alcanzó a ver la olla del hervido.
Imprudente, se subió sobre una cafetera que había al lado, levantó la tapa de aquella y asomó la cabeza por entre el torbellino de vapor que desprendía.
Hacía esfuerzos por distinguir algo ya cocido con qué satisfacer su apetito, cuando le dio un vahído; exhaló un grito y cayó dentro del caldo hirviente.
Cuando la Cucarachita volvió de la iglesia buscó a Ratón Pérez por toda la casa y no hallándolo fue al vecindario preguntando si lo habían visto salir.
Nadie había visto salir a Ratón Pérez y la Cucarachita Martina comenzaba a inquietarse vivamente.
A tanto dar vueltas se asomó como por inadvertencia a la olla y encontró a su marido, muerto sobre una hoja de repollo, entre un pedazo de auyama y otro de ñame.
La pobre viuda daba gritos de desesperación, se mesaba los cabellos y decía llorando, lo que no ha cesado de repetir:
Ratón Pérez cayó en la olla
Y la Cucarachita Martina
Lo siente y lo llora.

Esta historia original fue escrita en el año 1880 por el venezolano Vicente Marcano.
¿Y qué es una retahíla?

Una divertida secuencia de palabras que van unas tras otras. ¡Veamos algunas!

En Pamplona hay una plaza,
en la plaza hay una casa,
en la casa hay una alcoba,
en la alcoba hay una estaca,
en la estaca hay una lora,
la lora está en la estaca,
la estaca está en la alcoba,
la alcoba está en la casa,
la casa está en la plaza,
que está en el pueblo de Pamplona.
La gallina Francolina
puso un huevo en la cocina,
puso uno, puso dos,
puso tres, puso cuatro,
puso cinco, puso seis,
puso siete, puso ocho...
Puso pan y bizcocho.
Tengo, tengo, tengo tú no tienes nada.
Tengo tres ovejas en una cabaña.
Una me da leche, otra me da lana
y otra mantequilla para la semana.
En un plato de ensalada
comen todos a la vez.
Jugaremos a las cartas:
sota, caballo y rey.
Don Pepito el verdulero
se cayó en un sombrero,
el sombrero era de paja,
se cayó en una caja,
la caja era de cartón,
se cayó en un cajón,
el cajón era de pino,
se cayó en un pepino,
el pepino maduró
y Don Pepito se salvó.
Una dola, tela catola, quila quilete,
estaba la reina en su gabinete.
Vino Gil, apagó el candil,
candil candilón cuenta las veinte,
que las veinte son.
A la rueda, rueda
de pan y canela.
Dame un besito
y vete para la escuela.
Si no quieres ir,
acuéstate a dormir.
¡Aserrín! ¡Aserrán!
Los maderos de San Juan,
piden pan, no les dan
piden queso, les dan hueso
piden vino, sí les dan
se marean y se van…
Una vieja mató un gato
con la punta del zapato.
Pobre vieja, pobre gato,
pobre punta del zapato.
¡Adivina adivinador!

Lee calmadamente y piensa bien la respuesta. Si no la adivinas, ¡la encontrarás!

¡Llegaron los trabalenguas!

Y siempre recuerda que si se te traba la lengua… ¡la lengua deberás destrabar!

¿Qué tal te pareció esta Palabrería?

Y ahora que conoces cómo se combinan las palabras para formar distintos juegos,
¿te animas a crear nuevos ejemplos con tus palabras y personajes favoritos?

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