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¿Y qué ponemos,
pesebre o árbol?

La Navidad es una fecha ideal para vivir muchos rituales en familia. Entre ellos, el de adornar la casa para disponer el ambiente de alegría. “¿Qué hacemos este año?”, preguntan lo más pequeños. “¿Un pesebre grande para poner muchas figuras o un árbol enorme que casi llegue al techo?”.

De nuestra tradición latina proviene el pesebre, para revivir el pasaje bíblico del nacimiento del Niño Jesús. Cada año, el corazón nos palpita cuando sacamos de las cajas, envueltas en papel, la figuras que van a poblar nuestro paisaje imaginado, lleno de ovejas, pastores y reyes magos que cruzan el camino, montados en sus majestuosos camellos. ¡Qué felicidad construir ese lugar lejano y sagrado! Montañas y cielo, el establo y la cuna, una estrella que alumbra, palmeras, un hilo de agua que corre… ¿Cómo no poner a volar la imaginación en este momento mágico de construir un mundo exótico y entrañable?

De tradición nórdica hemos adoptado el árbol de navidad, casi siempre un pino que ubicamos en un lugar visible, lleno de luces que titilan y parecen hipnotizarnos; lazos que se entremezclan en las ramas; tarjetas con escarcha; bambalinas de distintas formas y colores y nuestro toque de adornos personales, velas, duendes, ángeles, renos, pequeños san Nicolás…

¿Qué otro momento fascinante puede sustituir la experiencia de adornar con paciencia y entusiasmo el árbol desnudo que apenas hemos sacado de su caja o hemos comprado por su olor y sus vivas ramas?

¿Pesebre o arbolito?, nos preguntamos. Dudamos por un momento. Pero lo más seguro es que encontremos espacio para que ambas tradiciones convivan y llenen nuestro hogar de esa esencia intangible y serena que envuelve la Navidad.

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