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Tres Reyes que
vienen de Oriente

En medio del desierto se encontraron por primera vez. El sol abrasador despedía la tarde con su orquesta de crepúsculos, mientras una brisa suave sacudía los diminutos granos de arena que volaban como chispas de oro.

En silencio, sacudieron sus telas y prepararon el sitio para la austera comida y la meditación. Se miraron calladamente, con un lenguaje de pupilas e imperceptibles movimientos.

La noche los sorprendió a mitad de camino y arropó con su manto de luceros el encuentro de tres hombres solitarios que compartían el mismo rumbo, guiados por una estrella que anunciaba el divino nacimiento. Su resplandor iluminó los sueños de los tres sabios que mitigaron su cansancio arrebujados entre los ijares de sus fieles camellos.

En medio de pergaminos —soñaba el rey Blanco— había aparecido la profecía que revelaba la llegada del Rey de Reyes, el Salvador del mundo. Un niño pronto nacería en Belén y en el telón nocturno una estrella brillaría para indicar el camino. Desde ese momento escogió sus mejores piezas, del oro más puro, y en un cofre cubierto de filigranas encerró su destello para ofrecérselo al recién nacido.

Las alforjas del rey Indio embriagaban con el aroma del incienso más delicado. También él había encontrado las primeras señales en sus cálculos y observaciones. Los augurios eran claros, pronto nacería del vientre de una virgen un niño excepcional, cuyo destino sería la redención del género humano. Para él, llevaba una ofrenda sublime e etérea más estimada que cualquier joya; en su corte, su aroma envolvía con una paz serena el alma atribulada. En las neblinas del incienso pudo distinguir un astro que en el cielo indicaba la ruta hacia la cuna divina. Así eran sus sueños…

El rey Negro ocultaba cuidadosamente entre sus alforjas un estuche de plata. Allí guardaba un elixir que sanaba y aliviaba el dolor. En sus sueños, tuvo la visión de un portal lleno de pastores que adoraban un niño cuya presencia alegraba los corazones de los visitantes. Y en medio de esta escena, se vio a sí mismo abriendo la refulgente caja donde guardaba la mirra que llevaba como ofrenda, extraída del corazón de los árboles de la lejana Arabia. Él también seguía la estrella de Oriente, que se había revelado en el lenguaje arcano de sus libros.

Al día siguiente continuaron su camino, presurosos, atravesando el desierto y el pasaje de dunas movedizas. Y aunque aún no habían intercambiado ni una sola palabra, los tres hombres, magos, sabios y adivinos, compartían la certeza de que seguían el mismo viaje guiados por la estrella de Belén.

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